jueves, 6 de septiembre de 2007

La iniciación de Pinocho

Curiosamente, el Pinocchio (Pinocho, 1940) de Ben Sharps­teen y Hamilton Luske fue en su momento un fracaso comercial para la compañía Disney. Lo cual se entiende: es una película quizá demasiado inteligente. Al me­nos, en el contexto de los filmes de animación que normalmente se les ofrecen a los niños. En su época se le criticaron mucho sus ele­mentos de violencia y su posible aspecto antididáctico. En la actualidad nos sorprende por su funcionalidad, pues aparece como una clara puesta en escena de un proceso de iniciación. Para acceder a la condición de ser humano, Pinocho debe pasar por múltiples pruebas, a menudo es­tructuradas sobre la humillación. Pepe Grillo, su “concien­cia”, hace el papel del iniciado que acompa­ña al aspirante en sus pruebas, aconse­jándolo y guiándolo. En el relato, Pinocho se descubre a sí mismo y a los otros, y después de una falsa muerte (la muerte simbólica necesaria para obtener el rena­cimiento) accede al logro de su búsqueda (se convierte en humano) y se desprende de la tutela de Pepe Grillo.
Por supuesto, todo esto estaba implícito ya en el cuento de Carlo Collo­di (publicado entre 1881 y 1882), que probablemente tomaba, en forma no consciente, su es­tructura de una práctica social muy extendida en la Italia del siglo XIX: los rituales de inicia­ción para las diferentes socie­dades secretas de la época.
Por otra parte, debemos considerar también la recurren­cia, en las películas clásicas de Disney, de historias en las cuales los persona­jes deben superar una serie de pruebas para acceder a una autoafir­mación personal. De acuerdo con Vladimir Propp, esta función (la lla­mada “tarea difícil”) sería uno de los elementos más característicos del cuento folclórico tradicio­nal (a este respecto se puede consultar el siempre útil libro de Propp, Morfología del cuento, Madrid, Fundamentos, 1981). Pero, en el caso de Disney, tenemos también la recu­rrencia, a lo largo de su obra, del tema de las muertes falsas. Funcionan, evidentemente, como un ele­mento provocador del pathos, pero a menudo son también el paso obli­gado de los protago­nistas hacia una nueva vida, hacia una realidad distinta. No es necesa­rio hacer la lista de todas las cintas en las cuales aparecen estas muertes falsas, pues ya desde el primer largometraje de la compañía, Snow White and the Seven Dwarfs (Blanca Nieves y los siete enanos, 1937), se en­cuentra presente este tema a nivel de la estructura básica del relato.
Otra cosa a señalar de Pinocho es su extraordi­nario diseño gráfico. Su ambientación evoca la Europa central de mediados del siglo XIX en forma magnífica: por doquiera se perciben objetos de madera labrados y figuras más o menos barrocas. El taller de Geppetto es una maravilla sonoro-visual, con todos esos relojes funcionando simul­táneamente que producen casi el mismo efecto de una ambientación paranoico-crítica (como diría Dalí).
Igualmente, podemos tomar en consideración todas las signifi­caciones (un tanto extrañas) implíci­tas en la se­cuencia de la transformación de los niños en burros. Ya se ha dicho re­petidas veces se trata de una de las escenas de metamorfosis más efectivas jamás filmadas. Por supuesto, el contenido ideológico presentado en esta secuencia está claramente mediatizado de fas­cismo y se puede resumir en una frase del estilo de “dadles mucha libertad y se transforman en asnos”. Pero vi­sualmente es un momento fílmico sorprendente. El acceso a la animali­dad total es significado por la pérdida del lenguaje y por la humillación del desnudamiento. El cochero arranca las ropas de quienes ya están totalmente transformados, para así desves­tirlos del último resto de su humanidad.
La transformación de Polilla, por su parte, fue justamen­te defi­nida por el realizador Joe Dante como una de las más terro­ríficas de la historia del cine. Las manos crispadas que se transforman en cascos vienen siendo una imagen de pesadilla, lo mismo que la del asno des­bocado destrozándolo todo a su alrede­dor. Muchos hombres lobo del cine tienen aquí su antecedente obvio.
Por último, se puede notar la forma como Pepe Grillo, en la pelí­cula, es presentado como un dedicado, si bien inofensivo, erotómano. Reapareciendo así el tema de la sexualidad dentro de un cine al cual mu­chos insisten en ver como totalmente asexuado. Por otro lado, la líbido de este grillo es casi omnívora, pues va desde el Hada Azul hasta las mu­ñecas de madera que bailan con Pinocho.
De nuevo: las cosas nunca son tan simples ni tan inocentes como parecen a primera vista.

(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta en el libro de Arnulfo Eduardo Velasco, El placer de las imágenes, Guadalajara, Universidad de Guadalajara-CUAAD, 2001).

lunes, 13 de agosto de 2007

Las alegres perversiones de Míster Disney

A menudo Walt Disney es presentado, por los conservadores a ul­tranza, como el modelo, el paradigma y el arquetipo de cómo debería ser un arte (y sobre todo un cine) dirigido a los niños. Sin embargo, ya Mattelart y Dorfmann (en su ya clásico libro Para leer al Pato Donald) habían logrado de­mos­trar (si bien con algu­nos desbarrones ideologizan­tes debidos sobre todo a una escasa documentación) que el mundo de Disney no es tan puro como se pretende. Pero estos autores se limitaron a proponer un estudio a nivel de lo sociológico y tan sólo tomaron en cuenta las historietas basadas en los perso­najes disneyanos (aunque pretendiendo, por momentos, hacer la extrapolación a todos los productos ostentando el nombre de Disney).
Las cintas de animación son, en realidad, otra cosa. Pero también son muy dignas de análisis, pues podemos observar la forma como su contenido a menudo obedece a circuns­tancias más allá de los niveles más evidentes de la socioeconomía. En realidad, la obra de Disney merece toda nuestra atención, pues en ella es posible descubrir cosas bastante inesperadas (es decir, inesperadas desde el punto de vista del espectador que asume se trata simplemente de un cine sin complicaciones hecho para los ni­ños) capaces de ilustrar el funcionamiento del no consciente goldmaniano en las circuns­tancias de la producción cultural. Por cierto que este concepto, por supuesto, no debe confundirse con el de inconscien­te. Para una clarificación del significado de no cons­ciente (que tiene su origen en las teorías de Lucien Goldman) se puede con­sultar el libro de Edmond Cros, Théorie et pratique sociocritiques, Montpe­llier, CERS, 1985.
En este caso nos basta con señalar que el concepto se refiere a funcionamientos de tipo social, determinados por la pertenencia del individuo a determinados contextos socioeconómicos. El no consciente, como su nombre indica, no es percibido habitualmente por quien lo vive y está parcialmente determinado por él, pero no se encuentra en realidad reprimido. Sin embar­go, define y da significado a una gran parte de nuestras acciones y compor­tamientos. Lo cual puede significar que, bajo el as­pec­to rosa bombón del exte­rior de filmes como los de Walt Disney se pueden esconder cosas de otros muy distin­tos colo­res.
Tomemos el caso de las llamadas Silly Symphonies (Sinfo­nías tontas), serie de cortometrajes estructura­dos a partir de melodías musicales realizados por la compañía Disney en el inicio de la conforma­ción del imperio (antes de los primeros largometrajes). Se trata de breves cintas, en las cuales un análisis de lo más superficial puede, sin embargo, poner en evidencia la recurrencia de ciertas curiosas obsesio­nes.
En Water Babies (1935), por ejemplo, los protagonistas son niños desnudos, pero dibujados sin ningún tipo de genitales (ni masculinos ni femeninos), en un antece­dente de las figuras de los cupidos en la famosa Fanta­sia (1940) y según la regla de los juguetes todavía en la actualidad propuestos a nuestras niñas. Es lógico imaginar que, para muchas personas y de acuerdo a esta negación de la sexualidad en la infancia, el descubrimiento de los genitales en el cuerpo del otro se transforme posteriormente en una especie de trauma básico. Pero al espectador adulto estas imágenes casi forzosamen­te le producen una sensación de males­tar (como si fueran una metáfora extraña de la castración). Además de que, como es ampliamente sabido, la ausencia de algo necesario (como viene siendo evidentemente la ima­gen de los órganos sexua­les en un cuerpo desnudo) es un signo que lo pone más claramen­te en evi­dencia. Lo más curioso, sin embargo, es observar como, en este cortometra­je, hay una escena dirigida a representar con bastante claridad una amenaza de sodomización (el tallo de una flor es impulsado con violencia hacia el trasero de uno de los niños). Como si el sexo no existente necesitara un sistema de sustitución. O como si una significación reprimida se terminara haciendo visible en otro contexto, en la forma de lo que acostumbramos llamar un infra­texto (es decir, una serie de signos termina manifes­tándose a pesar de los intentos de reprimirla, simplemente transfirien­do su funcionamiento a otra parte de la obra).
En The Moth and the Flame (1938) se utiliza como motivo humorís­tico el tema de la seduc­ción. El seductor es la flama de una vela; la sedu­cida es una polilla. La polilla baila ante la flama mostrándole sus pantale­tas, y ésta “se crece” en una metáfora evidentísima de la erección. La po­lilla es atrapada finalmente por una telaraña y la flama comienza a “acariciarla”. La red de signos aquí presente es demasia­do legible.
En otro corto, Wynken Blynken and Nod (1938), tres niños (que en realidad son la perso­nalidad onírica y esquizoide de un solo niño dormido) muestran las nalgas todo el tiempo al abrir­se las “ventanas” de sus piya­mas, y uno de ellos recibe la visita de una especie de estrella-pez que se pasea por el interior de la prenda, recorriendo todo su cuerpo.
Resulta interesante observar como un tema recurrente de estos cortometrajes es el del perso­naje femenino agredido o solicitado con dema­siada insistencia por un ser connotado como “macho”. En The China Shop (1934) se trata incluso de un muy significativo sátiro raptando a una es­pecie de “pastor­cita” a la María Antonieta.
Con estos ejemplos me parece puede quedar claro lo que estoy tra­tando de seña­lar. Sin embargo, todos esto no tiene la inten­ción de ha­cer ver el cine de Disney como algo “pornográfi­co”, sino tan sólo de poner en evidencia que, debajo de muchas supuestas inocencias, se encuentran las mismas cosas capaces de causar escándalo cuando se exponen abiertamente. Incluso, a menudo los intentos por reprimir o censurar algún aspecto fracasan al transferirse los elementos reprimi­dos a otra parte del texto, adquiriendo otra forma. La moral, a fin de cuentas, es una simple cuestión de formas.
Otro ejemplo interesante podría ser el de Alice in Wonder­land (Alicia en el País de las Maravillas, 1951) de Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson. Se trata, evidente­mente, de la adap­ta­ción hecha por la compañía Disney del texto de Lewis Carroll. Cierta­mente la película fracasa al tratar de darle “sentido” al nonsense carro­lliano y al proponer la inclusión en el relato de un cierto didac­tismo moral. Pero, en contraparti­da, tiene algu­nas excelentes imágenes, y su Wonder­land funciona a menudo muy bien como el universo a la vez extravagante, terrible y profundamente atractivo de la inconsciencia.
Hay, en este filme, muy claras metáforas sexuales (no asumidas conscientemente, por supuesto). Falos y vaginas simbó­licos pueblan la imagen, en la forma de una multitud de objetos capaces de evocarlos con mayor o menor clari­dad. Sobre todo en el lujurioso ambiente vegetal y mineral que conforma gran parte del País de las Maravillas. La Reina de Corazones es, con demasiada obviedad, la Gran Madre Castra­dora (su obse­sión por el decapitamiento -reconocida metáfora de la castra­ción- es muy clara), mientras las figuras pater­nas (la oruga, el Cheshire Cat, e incluso la morsa, en el nivel más nega­tivo) se diluyen todo el tiempo en la nada, y parecen esquivar el deseo de la hija (representa­da aparentemente por Alicia). El elemento líquido es más abun­dante aquí que en la novela de Carroll, y varias veces se nos presentan objetos destilando y goteando. Ya algunos psicoana­listas ha­bían hablado de líquido amniótico en lo referente al mar de lágrimas de Alicia, pero aquí tenemos otro tipo de signos homologándose con otro tipo de secre­ciones.
Por último, la metáfora de la sangre en la pintura roja es muy clara (para indicar su posible deca­pitación, una de los jardine­ros-cartas de baraja se pasa una brocha sangrienta por la garganta) y muy rica de posi­bles significados. Alicia oculta una brocha cho­rreando pintura roja y trata de esconderla a la percepción de la reina. Y cual­quier psicoanalista tendrá la tentación de pensar en la menstruación primera, en la rivalidad con la madre (a la cual se oculta el signo), y la transforma­ción de la niña en mujer. A notar tam­bién la recurrencia de las imágenes de túne­les, labe­rintos, pozos y agujeros, más abundantes aquí que en la no­vela de Carroll.
Parecería como si los creadores de esta película se hubieran to­mado la molestia de leer una gran cantidad de textos de psicoanálisis con el propósito consciente de hacer una ilustración de los mismos en su adaptación de Alicia. Sin embargo, los mismos autores han reconocido la forma como muchas de las imágenes incluídas en ella se les fueron completa­mente de las manos. Reconociendo la posibilidad de significados no previstos que se deslizaron en el contexto de la obra. Por otra parte, debemos to­mar en cuenta el modo como el discurso psicoanalítico forma ya parte del “paisaje cultural” contemporáneo, por lo cual fácilmente se desliza en muchos pro­ductos artísticos, sin necesaria conciencia de parte de quienes los reali­zan.
Entonces, ¿Disney es un autor para niños? Evidentemente es cuestión de percepciones. Por supuesto, todas estas películas pueden seguir siendo vistas como los epítomes absolutos de la inocencia por parte de los espectado­res que así lo prefieran. No se trata de satanizar a Disney (eso ya se ha hecho en mejor forma). Pero basta­rá con un poco de atención a los signos para permitir a cualquier espectador inteli­gente sentirse desconcertado (o di­vertido) ante algunos de los funcionamientos menos ortodoxos de sus fil­mes. Tomando siempre en cuenta nos encontramos aquí en el campo de la no concien­cia pura, y no sería realmente factible el culpabilizar a nadie. El propósito de nuestros análisis es simplemente el de “hacer ver” funcionamientos y no el de producir, en ningún momento, cazas de brujas ideológicas.
(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta en el libro de Arnulfo Eduardo Velasco, El placer de las imágenes, Guadalajara, Universidad de Guadalajara-CUAAD, 2001).

lunes, 30 de julio de 2007

Pintar con palabras: la poesía de Manuel Maples Arce

A menudo, cuando se considera la historia de la literatura (sobre todo mexicana), existe la tendencia a hacer abstracción de ciertos momentos considerados por algunos críticos como “excesivos”, “desaforados” o “poco representativos” en el conjunto del desarrollo de la creatividad artística. Se trata, por supuesto, de esas corrientes de vanguardia que parecen haberse concentrado en forma básica y casi exclusiva en el planteamiento de una nueva manera de concebir la escritura. Lo cual significa habitualmente una ruptura con las formas tradicionales y la creación de objetos estéticos a menudo de difícil análisis. Y es muy conocido que de ello se deriva a menudo una cierta incomprensión por parte de la crítica menos imaginativa.
Es el caso concreto del movimiento estridentista, un momento especialmente significativo de la historia cultural de México, del cual sin embargo en muchos manuales encontramos tan sólo referencias incidentales y no siempre muy halagatorias.
En su Historia de la literatura hispanoamericana (México, Ariel, 1984) Jean Franco se limita a señalar que
el ‘estridentismo’, cuyo representante más destacado fue Manuel Maples Arce [...] tuvo una vida corta. La gran poesía mexicana de los años veinte iba a ser meditativa y estaría bajo la influencia de los movimientos ingleses y norteamericanos, más que bajo la del futurismo.
Por su parte, Enrique Anderson Imbert (Historia de la literatura hispanoamericana, vol. II, México, Fondo de Cultura Económica, 1977) es algo más explicito en su apreciación cuando señala que Manuel Maples Arce se propuso, desde su primer libro (Andamios interiores), celebrar
no el presente, sino la acción por venir y creyó que esto se hacía con un paisaje de máquinas, productos industriales y nomenclaturas técnicas: motores, hélices, aeroplanos, cines, automóviles, cables, arcos voltaicos, triángulos, vértices.
Se debe señalar, para comprender este comentario, que todos los términos que Anderson Imbert señala como formando parte del vocabulario estridentista, y que al parecer le resultan inadecuados y un tanto fuera de lugar, se han convertido con el paso del tiempo en parte habitual de nuestro léxico (incluso en el campo de la poesía), pero en la primera mitad del siglo todavía podían parecer algo extravagante y demasiado moderno. Para un lector contemporáneo, acostumbrado a las fórmulas de la antipoesía y de la literatura urbana, resulta por momentos difícil comprender el escándalo de los contemporáneos de Maples Arce ante las “audacias” estridentistas, que actualmente no nos parecen tales, o al menos no nos desconciertan excesivamente. Muchas metáforas estridentistas y la misma terminología de sus poemas incluso nos resultan relativamente convencionales en comparación con ciertas formas de la escritura actual. De cualquier forma, Anderson Imbert coincide con Jean Franco cuando afirma que “el estridentismo fue una aventura pasajera: de 1922 a 1927. Le fue más fácil destruir las formas cerradas del arte que construir obras memorables con palabras ‘en libertad’.”
Incluso un especialista en vanguardias como Guillermo de Torre (Historia de las literaturas de vanguardia, vol. II, Madrid, Guadarrama, 1974), no le da mucha atención al movimiento estridentista, y se limita a señalar que
la poesía mexicana en el mapa de América y a diferencia de otras expresiones artísticas, particularmente la pintura, representa la mesura, la contención. De ahí que los brotes vanguardistas surgidos en la década que nos ocupa [los años veinte] tuvieron el carácter de algo excepcional y aun contracorriente. Aludo al estridentismo de Manuel Maples Arce y a su manifiesto Actual: una gran hoja de prosa explosiva donde se mezclan alardes futuristas, manotazos de tipo dadaísta, propuesta –al modo ultraísta– de una síntesis de todos los movimientos de 1920.
Se comprende que la referencia de Guillermo de Torre al aspecto vanguardista de la pintura mexicana se hace teniendo en mente sobre todo el trabajo de los muralistas, que llegó a tener un impresionante prestigio a nivel de todo el continente. En cierta forma en este comentario se plantea una paradoja clara y evidente del desarrollo cultural de nuestro país. Mientras que en el campo de la plástica la primera mitad del siglo fue testigo de una indudable renovación, incluso de una ruptura que separó totalmente lo que hacían los artistas nuevos en relación a lo que la expresión más académica proponía como la forma “correcta” de las manifestaciones pictóricas, en el campo de la poesía (y, en general, de la literatura) no se presentó una verdadera ruptura o un cambio notable. El trabajo de los poetas del grupo de Contemporáneos representaba, en muchos aspectos, una continuidad con las escrituras de épocas anteriores. En relación a la obra de los Modernistas, encontramos una renovación del léxico y de algunas de las formas de la escritura, pero también encontramos el asumir la herencia de la poesía intimista y en general respetuosa de las reglas del lenguaje. La pintura fue otra cosa y manifestó preocupaciones distintas. Como señala Dawn Ades (Arte en Iberoamérica (1820-1980), Madrid, Ministerio de Cultura-Quinto Centenario-Turner, 1990):
En contraste con la respuesta un tanto pasiva de los novelistas, los pintores inundaron los muros con un torrente de imágenes de todo tipo: realistas, alegóricas, satíricas, presentando toda una serie de aspectos de la sociedad mexicana, sus aspiraciones y conflictos, su historia y su cultura.
Encontramos, por lo tanto, una clara divergencia entre las búsquedas de los pintores y las de los escritores, pues mientras los primeros se integran plenamente en lo que podríamos considerar una actitud vanguardista y buscan el acuerdo con la realidad histórica, los segundos prefieren seguir trabajando sobre las fórmulas establecidas por cierta tradición. Una excepción a esto fue precisamente el demasiado breve experimento estridentista, que se propuso, en el campo de la poesía, buscar una renovación equivalente a la que el muralismo estaba planteando en el campo de la expresión plástica. Por supuesto, las fórmulas empleadas no eran las mismas, pues mientras el Muralismo buscaba la creación de un “arte público” y, de alguna forma, al alcance de las masas, los estridentistas planteaban, bajo la clara inspiración del futurismo (y algunas otras vanguardias sobre todo europeas, como el dadaísmo), la integración de los elementos de la “modernidad” dentro de la escritura poética y la renovación de las fórmulas de manejo del lenguaje. Pero, en ambos casos, encontramos la clara conciencia de que, para una sociedad nueva (como se pretendía el México posrevolucionario), no era posible continuar manejando las formas de expresión de la sociedad anterior. Una idea que también se estaba manifestando en la Unión Soviética de la época (antes de que el estalinismo proscribiera como “burguesas” todas las experimentaciones estéticas), e incluso en otras culturas que simplemente estaban recibiendo el impacto de los cambios sociales y tecnológicos que iban a definir al siglo XX en su totalidad.
Pero en las frases anteriormente citadas de Guillermo de Torre también se percibe otra cosa: el hecho de que su conocimiento de la escritura del grupo estridentista debía ser bastante limitado y se concentra sobre todo en el texto que fue el primer manifiesto del grupo, el titulado “Actual. Hoja de Vanguardia No. 1. Comprimido estridentista de Manuel Maples Arce”. El texto de este manifiesto fue publicado, junto con los demás textos fundamentales del movimiento, en el excelente libro de Luis Mario Schneider: El estridentismo o una literatura de la estrategia, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997. Aunque de Torre fue nombrado “representante” del movimiento estridentista en el extranjero (como señala Luis Mario Schneider), la obra misma de los miembros del grupo no parece haber estado a su alcance. Y entre los autores estridentistas, además de Maples Arce, sobresalen figuras como la del poeta e investigador guatemalteco Arqueles Vela, la del escritor Germán List Arzubide, e incluso de algunos artistas plásticos como Ramón Alva de la Canal, Germán Cueto, Fermín Revueltas y Jean Charlot. Pero ciertamente la difusión de los trabajos de estos artistas no ha estado a la altura de la recibida por otros creadores, en ocasiones incluso menos notables. Desde la época de Guillermo de Torre a los estridentistas les tocó hacer el papel de los “niños malos” de la literatura mexicana, a menudo definidos e incluso atacados por quienes no se habían tomado el trabajo de leerlos. Por supuesto, ellos mismos contribuyeron a forjar su propia leyenda, difundiendo manifiestos que tenían la intención clara de causar escándalo y molestar a las personas de concepciones tradicionales, y asumiendo poses y tomando actitudes que no estaban precisamente hechas para atraerles la simpatía de los representantes de la clase media, con afirmaciones del estilo de “Chopin a la silla eléctrica!” o calificando a Ignacio Zaragoza, el héroe de la batalla de Puebla, como un “bravucón insolente de zarzuela” en el "Manifiesto Estridentista" No. 2, manifiesto que justamente fue pegado en los muros de la ciudad de Puebla, en donde se sabía podía causar mayor malestar y peor escándalo (Vicente Quirarte. “La doble leyenda del estridentismo”, en Peces del aire altísismo: Poesía y poetas en México; México, UNAM, 1993). En parte a causa de estas actitudes extremas es que, como señala Vicente Quirarte, “en la literatura mexicana del siglo veinte, no existe fenómeno literario que, como el Estridentismo, haya sufrido mayores desdenes y haya disfrutado de alabanzas más hiperbólicas”.
Sin embargo, las alabanzas a menudo no han procedido de los sistemas académicos, que tienen tendencia, como ya se señaló, a desvirtuar el movimiento, incluso sin tener conocimiento directo de la escritura de sus miembros. La misma actitud provocadora de los estridentistas, con la tendencia propia de los vanguardistas de menospreciar todas las formas de creación que consideran académicas, produjo a menudo reacciones irritadas en contra de ellos y desarrolló notables enemistades. Es conocida la mala relación entre Maples Arce y algunos de los Contemporáneos, sobre todo Jaime Torres Bodet y Salvador Novo (quienes, sin embargo, estuvieron próximos al estridentismo en sus inicios). Este último incluso aprovechaba cualquier oportunidad para hacer malos chistes en contra de quien, a fin de cuentas, era mejor poeta que él. Así, en la entrevista que le hace Emmanuel Carballo (Protagonistas de la literatura mexicana, México, Porrúa, 1994) afirma que “Maples Arce exponía en formas burguesas, tradicionales, temas que le parecían tremendos y modernísimos. A su libro Andamios interiores yo lo calificaba de Andamios inferiores”.
Igualmente, queda constancia de que el historiador de la literatura mexicana Carlos González Peña aseguraba no haber tomado en cuenta Andamios interiores de Maples Arce porque pensó se trataba de un manual de albañilería. Sin embargo, y en contrapartida, el joven Jorge Luis Borges había considerado ese mismo libro como una obra digna de atención, calificándolo de obra desigual pero interesante en sus manejos de la metáfora:
A un lado el estridentismo: un diccionario amotinado, la gramática en fuga, un acopio vehemente de tranvías, ventiladores, arcos voltaicos y otros cachivaches jadeantes; al otro, un corazón conmovido como bandera que acomba el viento fogoso, muchos forzudos versos felices y una briosa numerosidad de rejuvenecidas metáforas.
Estos comentarios aparecen en el libro Inquisiciones (México, Seix Barral, 1994). Esta colección de ensayos de juventud (publicada originalmente en 1925) fue rechazada posteriormente por el autor a causa de ciertos usos del lenguaje con los cuales el Borges maduro no podía estar de acuerdo, pero las ideas expuestas en estos textos no parecen haberse modificado con el tiempo. Además de que la visión de Borges sigue siendo una de las más adecuadas, pues pone de relieve lo que, a fin de cuentas, es el logro principal de Manuel Maples Arce como poeta: un manejo de la lengua que termina incluso imponiéndose a las fórmulas vanguardistas. Por cierto que cuando el escritor argentino vino a México a recibir el Premio Alfonso Reyes (en 1973), al único autor mexicano al cual manifestó deseos de encontrar fue al ya también anciano Maples Arce.
De cualquier forma tiene razón Rubén Bonifaz Nuño (“Estudio preliminar” a Manuel Maples Arce, Las semillas del tiempo: obra poética 1919-1980, México, Fondo de Cultura Económica, 1981) cuando señala que
ni Maples Arce ni el Estridentismo han recibido todavía el alto lugar que en la historia y la crítica de nuestra literatura les corresponde por indudable justicia. Acaso es porque todavía su revolución no es perdonada por quienes sienten que vino a destruir, cosa que toda revolución está destinada a hacer, situaciones y objetos que les parecen amables y buenos, aunque se avergüencen de reconocerlo. No pudiendo ya recurrir al amparo de sus prejuicios y sus gustos, los críticos, con respecto a Maples Arce, han preferido la cómoda actitud del silencio y el resentimiento.
Y, sin embargo, como señala el mismo Bonifaz Nuño, la obra de este poeta ha significado una indudable influencia en la poesía mexicana de épocas posteriores, pues planteó antes de tiempo muchas de las fórmulas que los escritores jóvenes actuales a menudo pretenden haber descubierto. Pero muchos de los desarrollos de la joven poesía actual ya estaban presentes (y a menudo en forma más inteligente) en los poemas escritos por Maples Arce en los años veinte. El mismo escritor parecía definir la mala interpretación que a menudo se hace de su obra cuando señala, a propósito de la obra de ciertos pintores, “sobre las obras de arte hay muchos equívocos. Así como los densos barnices suelen alterar una pintura, la crítica suele revestirla de una costra de adjetivos que la deforma” (Mi vida por el mundo, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1983). Y también: “Los prejuicios muchas veces se han impuesto sobre la obra de un artista, en ocasiones porque sólo se le conoce parcialmente, y otras porque ha prevalecido una sentencia enemiga”.
El mismo Maples Arce reconocía que su afiliación al estridentismo debía significar un nivel de incomprensión para su escritura, a la cual siempre se le identificaría con lo vanguardista y, por tanto, con lo que se opone al sistema establecido. En realidad, su obra derivó posteriormente a formas un tanto más convencionales, que él mismo intentó definir:
Al vanguardismo emotivo, radical y psicológico de mi juventud, siguieron otras formas de expresión y de experiencia. Con el tiempo mi poesía avanzó de una manera esencial y no puramente técnica. La duración existencial, el pulso de los días jugó en ella un papel primordial, imprimiéndole un movimiento de fuerza vital. No tiende ya a plasmar la fugacidad de los acontecimientos, sino a buscar la permanencia del ser en su total realidad: es el fruto de una diferente intencionalidad.
Por supuesto, la metáfora no desaparece, con su significación múltiple y sintética, pero el poema no reposa en ella exclusivamente. La continuidad temática es mayor, más apretada, más coherente y acaso deja pasar percepciones y sensaciones más complejas, y no únicamente por una cuestión de estilo, sino de la concepción misma de la poesía y del lenguaje que transmite algo profundo de mi subjetividad.
Ya sea que se prefiera al poeta joven o al más viejo, en el caso de Maples Arce debemos reconocer la obra de un artista influyente que vino simplemente a adelantarse a su momento histórico. Nacido en 1898 y muerto en 1981, este poeta viene siendo un artista que, junto con sus compañeros estridentistas, propuso para la literatura mexicana una renovación que todavía tardó más de medio siglo en hacerse presente, pero que en su momento venía a hacer pareja, de manera más adecuada que otras búsquedas poéticas, con las propuestas de renovación pictórica que se estaban manifestando en nuestro país. En su ya varias veces mencionado Andamios interiores encontramos, como señala Borges, una buena cantidad de versos memorables, que además nos permiten recobrar en muchos aspectos el ambiente urbano del México de los años veinte (el mismo que a menudo se hace presente en la obra de los pintores muralistas), con descripciones que solamente por excepción nos pueden resultar extrañas a los lectores de la actualidad:
La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.
(M. Maples Arce, Las semillas del tiempo, Op. cit. Todas las citas de los poemas del autor corresponden a esta edición).
La descripción del ambiente urbano todavía podría corresponder a nuestra época, con la ciudad marcada de anuncios iluminados. Sólo habría una excepción: la desaparición de los tranvías eléctricos. Sin embargo, la forma como describe la chispa que brota del cable gastado del tranvía, convirtiéndola en un “desangramiento” tiene una cualidad plástica indudable.
Se debe tomar en cuenta que Maples Arce era coleccionista de arte y amigo de pintores. Por lo cual no debe parecer extraño que en su escritura aparezca recurrentemente un aspecto “visual” que intenta captar los instantes fugaces de la percepción y la cotidianidad de las grandes ciudades. Incluso los temas habituales del desamor y el alejamiento del ser amado adquieren en su poesía tratamientos “visuales” y de modernidad, pero que actualmente nos parecen mucho menos excesivos de lo que resultaron para los críticos de la época:
Yo departí sus manos,
pero en aquella hora
gris de las estaciones,
sus palabras mojadas se me echaron al cuello,
y una locomotora
sedienta de kilómetros la arrancó de mis brazos.
En realidad, no encontramos aquí fórmulas tan desaforadas como las de otros autores vanguardistas. Maples Arce no llega hasta los límites de un Vicente Huidobro, intentando deconstruir y rehacer el lenguaje hasta los límites de la incomunicación. Por el contrario, en la obra de este poeta encontramos referencias a situaciones conocidas y reconocibles, a experiencias propias del hombre contemporáneo que utiliza el ferrocarril y los automóviles para desplazarse en medio de ciudades iluminadas con electricidad. Actualmente incluso nos puede sorprender que se considerara inadecuado hacer mención de todos esos hechos, como si la poesía tuviera la obligación de no mirar la realidad circundante y tuviera que expresarse como si su mundo se hubiera congelado en el siglo XIX y las mujeres abandonaran a sus amantes en barcos de vela y en diligencias. Actualmente nos parecería ridículo que un poeta se negara a mencionar en su obra la actualidad del Internet y los sistemas de video digital, por considerarlos “no poéticos”. Pero a principios del siglo la actitud de la crítica caía a menudo en esas posturas que, desde nuestro punto de vista, son simplemente reaccionarias y absurdas.
Para Maples Arce es obvio que las joyas de un aparador pueden y deben ser asimiladas a focos eléctricos (“las joyas / se confunden estrellas de catálogos Osram”), pues el poeta se limita a observar el mundo exterior tal como éste se le manifiesta a sus sentidos de hombre acostumbrado al uso de la electricidad, sin imponerse limitaciones de léxico o de alcance para sus metáforas. Su referencia estética es, por supuesto, el futurismo de Marinetti, quien incluso es citado por su nombre en uno de los poemas del libro. Posteriormente el fascismo de este escritor iba ser causa de que muchos admiradores suyos renegaran de su modelo, pero en aquella época la propuesta futurista parecía una de las más lógicas en el campo de la creatividad, al señalar la pertinencia de aceptar la tecnología como parte del paisaje y el léxico poéticos. Muchos de los términos y neologismos de esta tecnología parecían ser demasiado “feos” para integrarse convenientemente en la escritura de un poema, pero a menudo se trataba simplemente de la falta de costumbre que los hacía sonar desagradables al oído. Actualmente no nos sorprenden en lo más mínimo y tampoco nos incomoda encontrarlos en mitad de un verso:
En el fru-fru inalámbrico del vestido automático
que enreda por la casa su pauta seccional,
incido como un éxtasis de sol a las vidrieras
y la ciudad es una ferretería espectral.
La referencia a lo inalámbrico parecería ser obra de un escritor contemporáneo, habituado al uso de aparatos que a menudo funcionan de esa manera. Incluso el hecho de que, en esta época, Maples Arce todavía respete en ocasiones las formas de la rima tradicional, hace que versos como estos no nos causen mayor problema e incluso resulten perfectamente aceptables como poesía en un sentido incluso más o menos convencional. Por otro lado, la búsqueda de la metáfora inesperada es una fórmula que nuestra escritura contemporánea incluso considera indispensable, en su búsqueda de romper con la frase hecha y el lugar común:
La trama es complicado siniestro de oficina,
Y algunas señoritas,
Literalmente teóricas,
Se han vuelto perifrásticas, ahora en re bemol,
Con abandonos táctiles sobre el papel de lija.
Por supuesto, se trata de cumplir con el culto a la modernidad, metiendo dentro de la poesía a todas las circunstancias de una nueva manera de vivir y de experimentar la realidad. La burocracia de oficinas y secretarias parecía ser en aquel tiempo un universo totalmente ajeno a la poesía. Mario Benedetti ha demostrado que, como cualquier otro espacio físico, el submundo oficinesco se presta a la experiencia poética.
Igualmente, el uso (relativamente discreto) de palabras inventadas por el mismo poeta, generalmente derivadas de circunstancias tecnológicas (“me debrayo en un claro / de anuncio cinemático”), simplemente viene a complementar el efecto de “modernidad” de sus poemas, y es mucho menos llamativo que el uso de “palabras-maleta” y otros neologismos que aparecen, por ejemplo en el Altazor (1931) de Vicente Huidobro (desde el título mismo del libro).
En definitiva, podemos señalar con justicia que la obra de Manuel Maples Arce, a menudo todavía en el momento actual desechada como una propuesta que fue solamente una curiosidad de época que no pasó “la prueba de fuego de la página impresa” (V. Quirarte: Opus cit.), en realidad funcionó como un adelanto de lo que la escritura de la parte final del siglo XX (y quizá también del siglo XXI) habría de establecer como su manera particular de hacer poesía. El tiempo ciertamente ubica todas las cosas en su lugar, y actualmente podemos leer a Maples Arce con cada vez mayor provecho. Sobre todo si lo ubicamos en su contexto y lo consideramos como una adecuada respuesta poética a las búsquedas pictóricas de la primera mitad del siglo. Y un logro estético que todavía habla a los hombres de otro siglo.
Lo cual no es el caso de muchos de sus enemigos.
(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta, en la revista Estudios Jalisciences No. 48, número coordinado por Sofía Anaya Wittman, Guadalajara, Colegio de Jalisco, mayo del 2002).

Un recuerdo frenético de Hitchcock

Normalmente, una mayoría de espectadores se interesa tan sólo por las películas más recientes, los estrenos de la semana pasada o las cintas de moda. Sin embargo, en ocasiones vale la pena volverse hacia películas ya un poco vie­jas, pero, a fin de cuentas, mu­cho más interesantes que muchas de las novedades.
Podemos tomar el caso del Frenzy (Frenesí, 1972) de Alfred Hitchcock, una película a la cual, desgraciadamente, no se le ha dado la consideración adecuada. Se trata, evidente­mente, de una obra profundamente perversa, más de lo que puede parecer a primera vista. Y, por ello mismo, viene siendo una cinta fascinante. Es la mani­festación más clara del humorismo totalmente amoral de Hitchcock, y de su capacidad para hacer perderse al espectador en los mean­dros entre el bien y el mal, hasta obligarlo a reconocer que dentro del relato no existen verdaderos parámetros para identificar los niveles de lo posi­tivo y lo negativo. Los personajes son básicamente intercambia­bles, todos igualmente odiosos, pero todos propiciando de alguna forma imprecisa y sorprendente la empatía con el espec­tador. Para Hitchcock uno de los mayores placeres es obligar a quien mira a vivir vicarialmente las experiencias de un personaje difícil de asumir como ente moral.
Pero, a mi modo de ver, uno de los aspectos más notables de este filme es el uso que hace Hitch­cock del cuerpo humano desnudo. La desnudez, como es sabido, no es algo habitual en sus películas. Pero, en este caso, su uso es sorprendente por partida doble, pues -con una sola excep­ción- se identifica al cuerpo desvestido con la idea de la víctima, con la imagen del cadáver, e incluso con la muerte misma, pero sin negarle por ello su funcionalidad erótica. Eros y Tanatos se entremezclan en forma deliciosamente perver­sa, con sugerencias claras de vocación necrofílica. Esto ya estaba implícito en la famosa secuencia de la du­cha de Psycho (Psicosis, 1960), pero en Frenzy es trabajado en mejor forma gracias a la liberación de la censura producida por los años de diferencia entre las dos cintas.
Se debe señalar, por supuesto, que algunas secuencias del filme de 1972 (como la “lucha” con el cadáver) serían franca­mente in­soporta­bles o de mal gusto de no haber mediado en ellas la sutileza humorística de Hitchcock, quien sabe darle elegancia incluso a los deta­lles más desagradables. Igualmente, podemos observar que el juego con la desnudez tiene la extraña capacidad de evocarnos, por algunas homo­lo­gías visuales, los cuerpos también desnudos de las víctimas de un campo de concentración. Así sea solamente por la apariencia física de la actriz Anna Massey, que sorprendió a algún crítico, en la época del es­treno de Frenzy, por ser una “mujer fea”, demasiado delgada y de ca­bello oscuro, dentro de la obra de un cineasta fascinado por las “mujeres bellas”, rubias y voluptuosas de Ho­llywood. Como señala Pedro Miguel Lamet (“Frenesí: Alfred Hitchcock”, en Cine para leer 1973: Historia crítica de un año de cine, Bilbao, Mensajero, 1974):
La empleada del bar y tercera víctima -una de las pocas mu­jeres feas de los filmes de Hitchcock- tiene precisamente en sus ras­gos y delgadez otro encanto enigmático, que le da valor propiciato­rio...
No importa mucho que, como sugiere Craig Hosoda en su nota­ble catálogo sobre la desnudez en el cine (The Bare Facts Video Guide, Santa Clara, The Bare Facts, 1994; este libro contiene una lista de actores y actrices que han aparecido desnudos en el cine, indicando la película, el tipo de secuencia y el momento en el cual su desvestimiento ocurre), la mujer desvestida de la imagen sea en realidad una doble de cuerpo y no la actriz. Se debe señalar que se conoce con el nombre de “doble de cuerpo” a los intérpretes especializados que doblan el cuerpo de los actores en las escenas de desnudo o con poca ropa. Por cierto que la buena fama de algunos intérpretes contemporáneos (como Julia Roberts o Kevin Costner) le debe mucho a este tipo de dobles. Lo importante, en este caso, es que la muchacha flaca que vemos en Frenzy entra muy bien dentro del campo de sugerencias del matadero y la tradicional víctima propiciatoria. Cuando se le ve levantarse desnuda de la cama parece estar anunciando la terrible imagen posterior de su cuerpo tirado en mitad de la carretera (éste incluso es mostrado en la postura misma de un cadáver extraído de la cámara de gas).
Por otra parte, podemos suponer que, en esta cinta, Hitchcock encontró al fin la posibilidad de desquitarse por lo que no pudo hacer en Psycho: mostrar un cuerpo desnudo siendo víctima de la agresión de un ase­sino. La actriz Janet Leigh no se dejó desvestir en su momento. Y, de cualquier forma, la censura no habría permitido en aquella época la vi­sión de un cuerpo sin ropas. Fue necesario esperar hasta Frenzy para po­der despojar a la víctima.
Y este despojamiento es, indudablemente, muy efectivo. Pues tiene todas las connotaciones de un sacrificio, en el cual el cuerpo hu­mano se ofrece en holocausto para el perfecto goce de una imagina­ción per­versa.
(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta en el libro de Arnulfo Eduardo Velasco, El placer de las imágenes, Guadalajara, Universidad de Guadalajara-CUAAD, 2001).

viernes, 27 de julio de 2007

El mono enamorado

La versión en DVD del King Kong (1933) de Merian C. Coo­per y Ernest B. Schoedsack resulta especialmente interesante y valiosa para todos los aficionados al cine y los admiradores de esta película clá­sica. No únicamente por la exce­lente calidad de su imagen, lo cual nos permite apreciar detalles nunca antes vistos por nosotros, espectadores acostumbrados a las oscuras y maltratadas copias de las matinés de nuestra infan­cia, sino tam­bién porque incluye todas las secuencias eliminadas originalmente por la censura en los Estados Unidos. En su pri­mera exhibición la cinta se había presentado intac­ta, pero para su rees­treno en 1938, la oficina Hays (el famoso sistema censor implantado en Hollywood a partir de 1934) reedi­tó la obra, eliminando muchas secuen­cias, tanto por considerar­las excesivamente violentas como por sus connotacio­nes de tipo se­xual. Incluso los censores se encargaron de oscure­cer un poco las imágenes de la cinta, para hacer menos visibles otros momentos no eliminados de la misma. De acuerdo con René Chateau (René Chateau y Marielle de Lesseps, King Kong Story, París, René Chateau-Le Livre de Poche, 1977), las secuencias censuradas habrían sido las siguientes:
a) La escena en la cual un “brontosaurio” toma a un marinero entre sus mandídulas y sacude y “escupe” su cuerpo.
b) El “desvestimiento” de la actriz Fay Wray.
c) Parte de la destrucción de la aldea indígena. Sobre todo las imágenes de los negros siendo aplastados por la enorme pata de Kong y la toma en la cual se muestra a Kong “masticando” a uno de ellos.
d) La escena equivalente, en la cual Kong se “mastica” a un neo­yorkino.
e) El momento cuando Kong toma a una mujer, descubre que no es su enamorada y la deja caer a la calle, varios pisos más abajo.
También se habló, en algún momento, de una secuencia en la cual aparecería una enorme araña devorando a algunos de los marineros de la expedición que busca al gorila. Pero estas imágenes parecen no haberse llegado a filmar realmente, pues si bien existen algunos bocetos de la misma no se ha podido localizar ningún fragmento de filme en relación con ella.
Por suerte para todos nosotros, en el año de 1988 se descubrió esta copia no manipulada de King Kong. Este descubri­miento permitió vol­ver a hacer disponible al público la cinta en su forma original. Así pode­mos visualizar por fin la notable atención a los detalles contenida en esta película (la fotogra­fía en blanco y negro de Edwin G. Linden está mucho más cuidada de lo que uno podía haber imaginado y se preocupa cons­tantemen­te por hacer construcciones “pictóricas” en cada imagen) y su notable banda sonora (muy adelanta­da para su tiempo en el uso del so­nido como un compo­nente dramático imprescindible y con una excelente partitura a cargo de Max Steiner). En esta edi­ción se percibe más claramente el notable trabajo de diseño de sus autores, quienes utilizaron como referencia básica el trabajo de Gustave Doré, pero también de otros artistas de finales del siglo XIX, en una clara evocación de un ambiente “decadentista” y semi-barroco para la creación de la isla donde habita el gorila.
Igualmente, en esta versión en láser se incluye la tan fa­mosa (y tan poco vista) escena en la cual la heroína Ann Darrow (Fay Wray) es des­vestida con fruición por Kong. Los trucajes de esta película nos pueden parecer ahora ingenuos, pero por lo mismo adquieren un sentido diferente y más sutil para nuestra percepción al ser evidente la forma como fueron realizados. En este caso, resulta interesante que el famoso Willis H. O’Brien, creador de toda la animación de la cinta, se haya tomado la mo­lestia de hacer muy visible el lento desvestimiento, por medio de mi­núsculas prendas de ropa supuestamente desprendidas, una a una, por los dedos del gorila del cuerpo de la muchacha. Por supuesto, este forzado strip-tease se ve inte­rrumpido dentro de los límites de la decencia de la época gracias a la oportuna llega­da del héroe Jack Driscoll (Bruce Cabot). Pero eso no le quita su significancia erótica.
Incluso ahora podemos apreciar un momento muchas veces co­men­tado por los analistas de la película, pero en realidad rara vez visto: cuando el gorila se olfatea en los dedos el aroma corporal de una Ann Da­rrow semi-desvestida y gritona. El extraño erotismo zoofílico (o, más con­cretamente, “humanofílico”, pues es el animal quien se enamora de la mujer humana) de la pelícu­la es puesto así en mayor relieve, y las suge­rencias de perversión sexual, percibidas ya con cierta claridad en las ver­siones comúnmente difundidas de la cinta, se vuelven evidencias.
La posición de King Kong dentro de la historia del cine es algo muy debatido. Para algunos, una obra maestra. Para otros, un filme comercial de dudoso contenido ideológico (sobre todo por su evidente racismo). Pero, sea cual sea la postura que se adopte frente a esta obra, induda­blemente se le debe conocer en su mejor forma posible para poder sustentar nuestras afirmaciones. Lo mismo para oponer los logros de esta película al mediocre resultado de las nuevas versiones: tanto el detestable filme (1976) de John Guillermin como el malogrado intento (2005) de Peter Jackson.
Por otro lado, casi nadie puede negar que el King Kong ori­ginal es una de esas cintas donde la potencia onírica de las imágenes aparece como más violentamente impuesta sobre la psique del especta­dor. La isla de Kong parecería ser el lugar preciso donde transcurren muchos de nuestros más terribles y magníficos sueños.

(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta en el libro de Arnulfo Eduardo Velasco, El placer de las imágenes, Guadalajara, Universidad de Guadalajara-CUAAD, 2001).

Cantando bajo los signos

La película Singin’ in the Rain (Cantando bajo la lluvia, 1952) de Stanley Donen y Gene Kelly es una obra que merece mucha atención. Aparte de aparecer habitualmente incluida en las listas de los mejores filmes realizados en toda la historia del cine, viene siendo uno de los mejores ejemplos posibles de cómo era el cine musical de la épo­ca de oro de Hollywood: quizás un tanto kit­sch, quizá no demasiado inteligente, pero con un induda­ble encanto basado en sus poten­ciales oníricos y en su, a la vez, reprimido y, a fin de cuen­tas, bastante obvio erotis­mo.
Sin lugar a dudas las secuencias de baile en las cuales una pa­reja enlazada expresa una notable interacción física están construidas como una metáfora, no muy elaborada, del coito. Incluso funcionan así en el desarrollo estructural de muchas de estas cintas, pues general­mente después de una de esas esce­nas la relación de una pareja es presentada como mejor definida o reafirmada. Como la de dos personas que acaban de tener una buena experiencia orgásmica. En Singin’ in the Rain, Cyd Cha­risse interpreta una danza de seducción en muchos aspectos ya clá­sica, a causa de su sorprendente erotismo. Su gesto, al lim­piar los anteojos de Gene Kelly sobre su pierna, sugiere casi una mas­turbación. Igualmente, en el baile onírico de la misma secuencia (conocida como el “Ballet de Broadway”), cuando el protagonista imagina una posible relación erótica con la mujer que acaba de entrar en la habitación, el largo velo de la baila­rina sugiere en varios momen­tos una erección, o incluso una eyaculación.
En realidad, toda la secuencia de este llamado “Ballet de Broadway” es onírica casi hasta el límite del surrealismo. Los escenarios pintados evo­can incluso las películas del ex­presionismo alemán. Mágicamente, en esta escena, las aceras se desplazan por sí mismas bajo los pies de los personajes. Y la escenografía en perspectiva donde bai­lan Charis­se y Kelly al final de la se­cuencia tiene la apariencia de algo creado por Dalí. El efecto fun­ciona por momentos como si todas estas escenas fueran una manifes­tación del in­cons­ciente del protagonista.
Por otro lado, se debe señalar que si bien existe, en forma general, la tendencia a atri­buir exclusiva­mente a los actores cómicos la curiosa carac­te­rística de poder controlar los objetos o elementos de la “rea­lidad” que los rodea, transformándolos en forma casi mági­ca en cosas de diferente funciona­lidad, sujetán­dolos al capricho de su imaginación, o haciéndolos apare­cer como personajes vivientes con los cuales interac­túan, los bailarines cinematográficos a menudo hacen lo mismo. Con respecto a los cómicos, José Luis Guarner (“La comedia” en El cine. Enciclope­dia del 7o. Arte, Vol. I, San Sebastián, Buru Lan, 1973) señala lo siguiente:
En cuanto están fuera del uso que la sociedad les ha asignado, pa­rece como si los objetos se convirtieran en los mejores amigos del cómico, capaz de darle entonces por completo la vuelta a las apa­riencias a su favor.
Pero, como ya señalamos, los bailarines cinematográfi­cos hacen habitualmente cosas similares. En alguna de sus películas, Fred Astaire bailaba sobre las paredes y el techo de una habi­tación. En Singin’ in the Rain, Gene Kelly, Donald O’Connor y Debbie Reynolds transforman sus impermeables en guitarras, en una falda de baila­rina hawaiana, una capa de torero, marionetas e incluso una pareja de baile. En la fa­mosa secuencia de “Ma­ke’ em laugh”, Donald O’Connor convierte a todo un estu­dio cinema­tográ­fico en plena actividad en una realidad bajo su control físico (creán­dose incluso una pareja de baile a partir de un muñeco de trapo). El mundo, en casi todos estos bailes, provee a los personajes de elementos infor­mes, sin sentido pro­pio, que ellos vuelven significantes al incorporar­los a sus danzas. Sus cuer­pos se convierten así en una fuerza vital capaz de hacer existir un universo particular, creado por su contacto.
También en esto existe un indudable sentido erótico, pues el bailarín resemantiza la realidad alrededor suyo, su cuerpo le da fuerza y sentido, la revitaliza y la hace significar y funcionar en una forma nueva, la erotiza en un cierto sentido al hacerla suya, y el intérprete termina llenándolo todo con la realidad física de su corporeidad. Por ello muchos filmes musicales son verdaderas experiencias sobre el poder de la corporeidad humana.
De acuerdo con ello, podemos considerar ahora una secuencia que fue omiti­da en el montaje definitivo de Singin’ in the Rain (pero que actualmente podemos conocer gracias a estar incluida, como material extra, en algunas ediciones de la cinta en DVD). Y la podemos considerar en el con­texto de la signifi­cación total de la obra. Se trata, en reali­dad, de unas breves escenas en las cuales el persona­je de Kathy Sel­den (Debbie Reynolds) canta, frente a un cartel de su enamo­rado Don Lockwood (Gene Kelly), la canción “You are my lucky star”. En el montaje definitivo esta canción aparece tan sólo en forma fragmentaria en la conclusión del filme, en la cual se vuel­ve a ver el retrato del cartel de Lockwood, pero esta vez complementado con el de Selden en el anuncio ficticio de una película protagonizada por ambos que se llama Singin’ in the Rain, en un cu­rioso efecto de “puesta en abis­mo”, utilizado asimismo para señalar la unión definitiva de los dos personajes. En la traducción de Ramón Buenaventura del libro ya clásico de Lucien Dä­llenbach (El relato especular, Madrid, Visor, 1991) se prefiere utilizar la expresión original francesa mise en abyme o mise en abîme (de acuerdo con el traductor, por tratarse de un término técnico). También se sugiere la forma castellana “abisma­miento”. Nosotros hemos preferido utilizar siempre la traducción literal de la frase “puesta en abismo”, pues a menudo se le encuentra en esa for­ma en textos castellanos. Por cierto, se debe señalar que el libro de Dä­llenbach es, sin lugar a dudas, el estudio más serio existente sobre el “efecto de espejo” de la obra capaz de contenerse a sí misma.
Como sea, esta secuencia omitida cum­plía en parte la función de ser una prospección del final de la cinta, anun­ciando la solución del conflicto y la reunión de los amantes. Igualmente, parece haber sido concebida con el propó­sito de ayudar a desarrollar el aspecto caracterial del perso­naje de Kathy, pues en su canción ésta hace una especie de monólogo in­terior, confesando algu­nos aspectos de su personali­dad que nunca llega a mostrar delante del verdadero Lockwood (el desti­natario de su confesión es, simplemente, el retrato de éste y, en un nivel narrativo, el espectador de la película). En reali­dad, en la película tal como la conocemos, el personaje tiene bastantes elementos vagos en la definición de su carácter. Lo cual no es raro con las protagonistas femeninas del tra­di­cional cine hollywoo­dense (sobre todo en las comedias más clásicas), en ge­ne­ral presentadas como figuras excesi­vamente planas, sin verdadera pro­fundi­dad ni motivaciones reconoci­bles. Se debe también tomar en cuenta que esta se­cuen­­cia debía aparecer a continuación del baile en el set vacío, el cual marca en Sin­gin’ in the Rain el verdadero inicio de la relación amorosa entre los dos personajes principales (y, de acuerdo con los cánones de la época y tal como ya dijimos, sirve también como discreta metáfora de la irrepresentable relación sexual).
Sin embargo, y a pesar de estas funcionalidades, podemos su­poner fue adecuada, en muchos aspectos, la eliminación de la se­cuencia. Aparte de la excusa oficial de los realizadores, en el sentido de que resultaba repetitiva e incluso redun­dante (dos números musica­les demasiado cercanos uno del otro) y enlentecia sin necesidad el de­sarrollo de la acción; se puede observar como algunos de los elementos ca­rac­teriales aportados en esta escena al perso­naje de Kathy van en contradicción con el comporta­miento ante­rior y ulterior de la muchacha. En su canción ella asegura haber sido desde siempre una admiradora fanática del actor Don Lockwood (incluso haber sido presidenta de un club de sus fans). Lo cual entra en contradicción con el he­cho de que cuando Lockwood (huyendo de unas admiradoras salvajes) salta des­de un tranvía en el coche de Kathy, ésta se muestra incapaz de reconocerlo. Debe ser un policía, a quien ella llama para hacer arrestar a ese intruso, quien reco­noce al actor famoso y se lo da a conocer a Kathy (“you are a lucky young girl”). Incluso el rechazo de su parte de los avances de seducción del actor -cuando éste intenta abrazarla disimuladamente- se vuelve menos pausible a causa de esto. Aun cuando admitamos (de nuevo de acuerdo con los cánones de la época) que esta joven aspirante a actriz es virgen y casta, y no está dispuesta a pasar por el casting couch (este sistema de selección sexual todavía es la forma más segu­ra para llegar al estre­llato en Hollywood), ni pre­tende sacrificar su “honor” al atractivo sexual de Lockwood, su agresividad en contra del actor resulta bastante difícil de comprender y sobre todo de aceptar como algo pausible. Espe­cial­mente si llegamos a creer que Kathy estaba ya, desde antes, loca­mente enamo­rada de Don.
Los personajes del cine, a pesar de poseer la falsa “cor­poreidad” producida por la apariencia física de un actor, funcio­nan en forma muy semejante a la de los personajes de la literatura. Es decir, deben ser considerados, al igual que estos, como simples con­juntos de signos y no como personas reales. Su psicología está, por tanto, de­terminada sobre todo por la funciona­lidad del relato, y menos por circunstancias psicológicas humanas. En ese sentido admiten menos las contradicciones que los seres humanos reales (ver, a este respecto, el famoso ensayo de Philippe Hamon, “Pour un statut sémiologique du personnage”, en Poétique du Récit, París, Seuil, 1977). Es importante recordar que en la reali­dad hay, en comparación con el arte y por definición, mucho menos congruencia; los textos artísticos son, en sí, un intento de darle una forma de organización a una realidad en sí no muy comprensible ni organizada.
Por ello resulta importante el señalar que, a fin de cuentas, Ka­thy en su can­ción aparece como un personaje un tanto doble, pues oculta cuidadosamente una de sus caras al hombre supuestamente amado por ella, tratando de que éste no descubra su admi­ración previa por él (como ya dijimos: sólo se lo confiesa a su imagen pin­tada en el cartel... y al es­pectador). Esto puede parecer insignificante y sin verda­dera im­por­tancia, pero tiene cierta trascendencia al existir en el cine estadouni­den­se de los años cincuenta un esfuerzo claro por dar la imagen más positi­va posible de los personajes definidos como “buenos”, para opo­nerlos en forma perfectamente ma­niquea a los “villanos” del relato. Por tanto, un ocultamiento de este tipo podría ser algo propio de la malvada Lina Lamont (genialmente interpretada por Jean Ha­gen), pero no de la dulce Kathy. De todo esto se desprende que la misma estructura del filme im­ponía la ne­cesaria eliminación de esta secuencia. Por cuestiones de funcionalidad narrativa.
A partir de esas consideraciones, vemos como todo este pequeño análisis de algunos de los elementos significantes de Singin’ in the Rain sirve para poner en contraposición, ante la obra termina­da, estas escenas omitidas del montaje, y reconocer como sus signos podían entrar en contradicción con la obra tal como la conocemos. Tomando en cuenta que esa secuencia sólo la podemos conocer al estar incluida como apéndice en ciertas ediciones de este filme en DVD.

(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta en el libro de Arnulfo Eduardo Velasco, El placer de las imágenes, Guadalajara, Universidad de Guadalajara-CUAAD, 2001).

jueves, 26 de julio de 2007

Una entrevista que me hizo un estudiante

¿Qué es lo específicamente cinematográfico y por qué?
Es difícil definir exactamente lo que distingue al cine de otras formas de expresión. Quizá depende de la forma como se concibe la realidad cinematográfica. Pero en mi caso, y tal como lo explico en mis clases, creo que el cine se distingue de otras formas de expresión (la literatura, la música, la pintura) por el hecho de utilizar no uno, sino tres códigos distintos en sus procesos de comunicación: lo visual, lo verbal y lo puramente auditivo.

¿Puede el cine prescindir de todos los elementos narrativos y cinematográficos excepto la imagen y mantener aún la esencia de lo cinematográfico y por qué?
Ciertamente parece ser que el código visual es lo más importante en el proceso de la comunicación cinematográfica. Es posible prescindir de los otros dos códigos y de todas formas lograr un efecto comunicativo o estético. Sin embargo, eso significaría, entre otras cosas, un retroceso en el desarrollo de esta forma de expresión, pues sería regresar al nivel de los primeros experimentos fílmicos, al cine mudo antes de que se considerara necesario acompañar las proyecciones con algún tipo de acompañamiento sonoro (una orquesta, un piano, un narrador). Lo que sí es indudable es que, a un nivel experimental, se pueden crear cintas que no utilicen elementos narrativos (un cierto tipo de cine "poético") y que, por lo tanto, sean simplemente imágenes o formas que no cuenten relato alguno. Existen casos. Pero también es cierto que se trata de experimentos aislados, que difícilmente pueden tener una amplia difusión y claramente no buscan atraer a un público amplio.

¿Qué nos dice Andrei Tarkovski en su libro Esculpir el tiempo?
Es un libro demasiado amplio y complejo como para definirlo en pocas palabras. Pero ciertamente nos muestra que la tendencia de este realizador se enfocaba a la realización de un cine no demasiado preocupado por la narración, más en la línea de lo que se puede llamar "poético", en el sentido de que la verdadera poesía no pretende contar cosas sino hacer resentir en el lector (o espectador) un efecto estético por medio de la manipulación de formas que a menudo no pueden ser explicitadas de otra forma que como se presentan. Igualmente, es claro que para Tarkovski el problema básico del cine era el hecho de la temporalidad: el tiempo convertido en algo casi "táctil", que el espectador debe resentir, experimentar e incluso sufrir.

¿Qué otros teóricos han planteado que lo específicamente cinematográfico es la captura del tiempo?
Creo que solamente Tarkovski maneja esa idea de manera tan explícita. La mayoría de los otros teóricos piensan el cine como un problema de imagen o de continuidad. Pero existe el caso del filósofo francés Gilles Deleuze que, en un libro enormemente complejo que se llama La imagen-tiempo (si mal no recuerdo) relaciona la funcionalidad cinematográfica con la teoría de la temporalidad de Bergson.

¿Cuáles son los tipos o formas del tiempo fílmico? Por favor, dé ejemplos de algunas obras donde los manejen.
El primer problema en relación con la temporalidad fílmica es que ésta existe en dos niveles diferentes: el tiempo real de la duración de la cinta y el tiempo ficticio de la representación. En realidad, lo más importante es el tiempo representado, la ficción de la temporalidad en la cual se supone ocurre la acción. Y en este aspecto hay una gran diversidad de manejos, que incluso pueden llegar a sobrepasar cualquier intento de tipología. Lo que es claro es que podemos aplicar aquí algunos de los fundamentos de la teoría narratológica, estableciendo en primer lugar que el inicio de la cinta equivale a un punto 0 en el desarrollo cronológico y el resto de la película debe ser considerado a partir de ese punto, con todas los posibles movimientos hacia adelante en la temporalidad, los retrocesos (en los flash-backs o retrospecciones) y los saltos hacia el futuro por medio de prospecciones. Por otro lado, un componente básico de la representación de la temporalidad en el cine (en realidad, heredado de la literatura) es el uso de la elipsis, que "roba" fragmentos de la temporalidad, con instantes que se consideran no necesarios para la comprensión o el funcionamiento adecuado del relato. La elipsis es el fundamento mismo de mucho de la narratividad fílmica y muchos realizadores han logrado efectos muy estéticos por medio de su uso, al ahorrar escenas redundantes o francamente desagradables al espectador. Los asesinatos cometidos por el protagonista en el Monsieur Verdoux de Chaplin muestran un uso muy inteligente de la elipsis. Por otro lado, muchos realizadores, por medio de un timing particularmente lento, intentan hacer sentir al espectador la sensación del tiempo mismo, hacerlo experimentar que ese tipo existe y se vive. Es el caso concreto de Tarkoski en su película de El espejo. En fin, el tiempo fílmico es un campo de experimentación en sí, y algunas películas contemporáneas, como Pulp Fiction de Quentin Tarantino, Memento de Christopher Nolan o Corre, Lola, corre de Tom Twyker, utilizan el tiempo como un elemento básico de su construcción dramática.
Un libro que aconsejo leer es Praxis del cine de Noel Bürch (Madrid, Fundamentos), pero también pueden ser útiles los libros ya clásicos de Eisenstein: El sentido del cine y La forma del cine (México, Siglo XXI). Igualmente esta el Arte cinematográfico de David Bordwell y Kristin Thompson (México. McGraw-Hill) y El lenguaje del cine de Marcel Martin (Barcelona, Gédisa). Ninguno de ellos habla únicamente de la temporalidad fílmica, pero todos se enfocan a tratar de entender la forma como el cine funciona. En cuanto a películas, es interesante constatar que casi cualquier cinta tiene la obligación de plantear el problema del tiempo, de una u otra manera. Se trata de ver, en cada caso, como se maneja éste. Para los realizadores que intentan hacer que el espectador viva realmente el tiempo de la película podemos mencionar algunas cintas de Werner Herzog, muchas de Peter Greenaway y todas las de Michelangelo Antonioni.